El color y la identidad
En el jardín de niños nos enseñan los nombres de los colores, nos muestran pedacitos de papel con un color específico al que le dan un nombre: amarillo, azul o rojo. Luego, nos explican la naturaleza de los colores primarios y para el final dejan lo mejor: la magia de combinar estos colores para crear una multitud de nuevos tonos. Por supuesto, tenemos que pasar el examen de los nombres de los mismos y lograr conseguirlos con nuestras témperas.
Sin embargo, hasta ese momento no sabemos cómo el color afectará nuestras elecciones. Empecemos desde más atrás del jardín de niños, vamos hasta los 4 meses de gestación aproximadamente. En este tiempo, los padres pueden saber el sexo de un bebé y es cuando inicia la compra compulsiva de objetos que diferencian el niño de la niña. Lo interesante de estos objetos es que van a tener un gran diferenciador (en el contexto colombiano): para las niñas se usan tonalidades cálidas como el rosa y para el niño las frías como el azul. De no poder o no querer conocer el sexo del niño por nacer, se eligen colores como el blanco, el amarillo y el verde.
“Culturalmente nos han enseñado a crear esquemas que nos permiten identificar, formar actitudes, conductas y hasta emociones frente a la presencia de un color determinado en un objeto, como bien puede ser, el color con el que se identifica al partido político o a la bandera de un país, y nos lleva a tener distintas características identitarias, como el color de la piel”
Adelante, en la vida de estos niños, este patrón continúa incluso en la adultez, especialmente en los sectores tradicionales, estos colores son atribuibles a una preferencia sexual y de género, más allá del sexo biológico, son colores “femeninos” y “masculinos”. Sin embargo, las mujeres tienen mayor libertad en el uso de tonos, mientras que para los hombres hay un sesgo discriminatorio (sin fundamento), en el cual el color usado puede asociarlos con preferencias sexuales distintas a la heterosexualidad y de género distintas a la masculina, lo que genera un rechazo al uso de colores tradicionalmente “femeninos” por el miedo irracional a ser estereotipados de esa manera.
Así, culturalmente nos han enseñado a crear esquemas que nos permiten identificar, formar actitudes, conductas y hasta emociones frente a la presencia de un color determinado en un objeto, como bien puede ser, el color con el que se identifica al partido político o a la bandera de un país, y nos lleva a tener distintas características identitarias, como el color de la piel. Así, el sexo, género, preferencia sexual o nacionalidad que nos permiten definirnos en un contexto específico, van a estar relacionados con colores que nos facilita definir y mostrar esta identidad, diferenciándonos de otras personas o grupos.
Entonces, el color viene a tener una sintonía con nuestro repertorio psicológico en toda su complejidad, desde la forma en la que percibimos el mundo, hasta cómo actuamos y las emociones que expresamos en respuesta a la presencia de un color o agrupación de colores. Esto, nos permite crear una identidad y establecer vínculos con otras personas, es decir, el color es una forma de comunicarnos con claves contextuales que facilitan determinar las contingencias en un marco de relaciones específico. Es el conocimiento de estas claves, cuyo significado dependerá de cada grupo cultural, el que definen un color como un estímulo discriminativo, lo que nos permitirá operar en congruencia con el significado amplio de cada uso de color, que como ya vimos, puede pasar por la identidad individual.
