Código de colores: más que separar residuos

María Cristina Rodríguez
María Cristina Rodríguez
Asesora en Pensamiento Creativo
Sostenibilidad

Aunque parezca evidente, aún nos resistimos a la idea de que no existen recetas para el abordaje de los grandes problemas de nuestra época. Cada vez se hace más clara la necesidad de aunar procesos micro y macro, técnicos y de consciencia, y desarrollar alternativas que permitan movernos en diferentes escalas. 

Como nuevo mecanismo para involucrar a la ciudadanía y estandarizar la dinámica en materia de separación de residuos en la fuente, el gobierno de Colombia estableció en la resolución 2184 de 2019, que a partir del 1 de enero del presente año empieza a regir un nuevo código de colores unificado. 

El código es muy sencillo y radica en el uso de bolsas de color blanco, negro y verde. El color blanco está destinado para residuos aprovechables como plástico, cartón, metales, papel y vidrio, limpios y secos. El negro para residuos no aprovechables como papeles y cartones contaminados con restos de comida, servilletas, papel higiénico y papeles metalizados. En la bolsa de color verde se dispondrán los restos de comida y desechos agrícolas.

 

“El código es la punta del iceberg, soportarlo con acciones cotidianas es la base".

 

Concuerdo con el aporte a la gestión de los residuos en la fuente que representa un mecanismo de unificación nacional. Sin embargo, corremos el riesgo de pensar que a través de soluciones meramente técnicas lograremos crear cambios disruptivos en el sistema. No basta solamente con seguir el código. 

A través del tiempo hemos desarrollado diferentes formas de relacionarnos y gestionar nuestros residuos. Sin embargo, como resultado, hemos creado un sistema en el cual se promueve la participación como autómatas, pensando que aquello que se dispone en la basura (independientemente de su color) desaparece.

Según el Ministerio de Vivienda el país produce anualmente 12 millones de toneladas de residuos de los cuales tan solo el 11 % se recicla. Si seguimos el código, pero además desarrollamos una actitud presente y consciente que nos vincule con nuestra participación en el sistema de producción, consumo y desecho, podremos evidenciar otros espacios de oportunidad para responsabilizarnos. 

Cuestionar y cambiar nuestro consumo, conocer a los recuperadores ambientales de nuestro sector para establecer acuerdos y entregar el material reciclable en horarios convenientes, indagar cómo gestionamos aquellos desechos que no se mencionan en el código, como el aceite de cocina usado y la ropa, son acciones con las que podemos tejer caminos entre lo técnico y la consciencia para potenciar cambios. 

Asimismo, si generamos vínculos con organizaciones que aporten a los procesos de reciclaje y tenemos prácticas sostenibles en casa, podemos rellenar los vacíos que presenta el código, como quién será el encargado de los residuos orgánicos, pues el código no especifica quién lo hará y cómo se va a gestionar. Ante esto, el compost es una buena opción, o entregarlos a organizaciones que se encarguen directamente y evitar disponerlos en los rellenos sanitarios. El código es la punta del iceberg, soportarlo con acciones cotidianas es la base. 

Sentirse parte del problema, pero también de la solución, nos permite abrirle espacio a lo que no tenía existencia en nuestra realidad. Responsabilizarnos de nuestra participación en el sistema nos empodera y permite que más personas resuenen con esto, alejándonos de cumplir normas o incumplirlas por inercia. 

Incorporemos el código en nuestras vidas, pero vayamos más allá. No hay receta perfecta, pero sí procesos de retroalimentación y aprendizaje que unen caminos entre lo individual y lo colectivo, entre lo técnico y la consciencia. 
 

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